Claudio Obregón, caracterizando a Hamm, en la puesta en escena de Fin de partida de Samuel Beckett, dirigida por Abraham Oceransky en julio de 2010. Fotografía de Melissa Ayala. |
Dionicio Morales
Claudio Obregón (SLP, 1935-México, 2010), quien falleció a mediados de noviembre, fue uno de los grandes actores de la escena nacional y su trayectoria la suma de un recorrido fructífero de más de medio siglo. Dionicio Morales conversó hace algunos años largo y tendido con él. En esa ocasión, el histrión potosino concluyó que “siempre hay en mi trabajo una invitación a percibir personajes elaborados, complejos y matizados. Un intento constante de mi parte por hacer buen teatro, un teatro digno del mejor público de mi país”.
Ofrecemos un fragmento, como una invitación a conocer las ideas y la experiencia vital de este gran actor.
Claudio Obregón nació en San Luis Potosí, San Luis Potosí, en 1935. Realizó estudios en la Facultad de Leyes de la UNAM, los cuales abandonó. Autodidacta en su carrera de actor –¡increíble!–, ha trabajado bajo las órdenes de los más prestigiosos directores: Fernando Wagner, Xavier Rojas, Manuel Montoro, Rafal López Miarnau, José Solé, Juan José Gurrola, Julio Castillo, Ignacio Retes, José Luis Ibáñez, interpretando personajes de todas las épocas y de distintas nacionalidades. Artista de teatro, cine y televisión, ha sido acreedor a los premios El Heraldo de México; al Ariel por la mejor coactuación masculina en Actas de Marusia; mejor actor de teatro en ¡cinco ocasiones! por Asociaciones de Críticos. Protagonista principal de la película Reed, México insurgente, de Paul Leduc, considerado un clásico del cine nacional. Orgullo de la escena mexicana, actor fuera de serie –aquí no importa el lugar común–, nos habla de su brillante carrera, una de las más sólidas de nuestro país.
“No, no existe ningún antecedente en mi familia de que alguien haya sido actor. En mí se fue dando un poco a brotes, es decir ya viendo en retrospectiva todo mi proceso de formación, he encontrado manifestaciones que son gérmenes de la actuación cuando tenía seis o siete años. En una de las esporádicas visitas que mi padre hacía a mi madre, me regaló el libro Corazón, diario de un niño, de Edmundo de Amicis, que leí inmediatamente. Fui con la maestra de segundo año y le manifesté mi entusiasmo por el libro. Ella me invitó a hacerle una lectura a los compañeros de clases. Debo advertir que desde muy temprana edad había desarrollado la habilidad de leer con buena puntuación. Así lo hice. Al leerle a mis compañeros algunos capítulos de este libro, me di cuenta que lo que sentía por el libro lograba transmitirlo a los demás.
”En otras escuelas y en varias ciudades –mi infancia fue un poco como la de los gitanos– demostré que aparte de tener facilidad para la redacción –sí, redacción–, también tenía aptitudes para decir poesía o textos poéticos, y participaba en los festivales de la escuela el Día de las Madres, el fin de cursos, el Día del Maestro. En el seminario salesiano, en donde estudié cuatro años y medio, hacía las lecturas diarias durante el refectorio en voz alta a mis compañeros y a los sacerdotes. Ahí empecé haciendo representaciones de obras con carácter religioso.
”Mi verdadera vocación la descubrí hasta los veintitrés años, cuando
intenté estudiar la carrera de Leyes en la UNAM, y me di cuenta que no se me daba por ahí. Un amigo del seminario, vecino de la colonia, me invitó a formar parte de un grupo de iniciación artística en el que la proposición era montar dos obras en un acto de Eugene O’Neill, Rumbo a Cardiff y En la zona. Ahí entré en contacto con los textos, con la creación dramática y, tal como te lo cuento, fue una revelación. No encuentro otra palabra. Para mí estas obras no ofrecían misterio alguno. Se me revelaban como una estructura perfecta a la manera de una pieza sinfónica donde emociones, voces, matices, pausas, giros, desplazamientos, formaban un todo armónico y en el que mi participación, con el simple hecho de actuar, era como una corriente secreta, vibración continua entre mi persona y la representación.
”¿Mis estudios de actuación? Nunca realicé alguno. Al lado de ciertos directores –Wagner, Ibáñez, Gurrola, Solé, Retes– pude darme cuenta de lo que significa el proceso del trabajo teatral. En la práctica con ellos aprendí pero no fueron estrictamente mis maestros. Lecturas: Stanislavski, Brecht, Mayerhof, me sirvieron como una guía en mi trabajo. Pero de hecho soy autodidacta.
”Las confirmaciones de mi vocación se fueron dando casi inmediatamente a mis inicios. En 1959 recibí una mención de honor en el Festival Dramático Regional de Bellas Artes; en 1965, mención de honor en el primer Concurso de Cine Experimental; en 1966, premio El Heraldo de México al mejor actor por La colección de Harold Pinter; en 1967, premio de la Asociación Mexicana de Críticos de Teatro al mejor actor por Los Argonautas (ahora Cortés y la Malinche) de Sergio Magaña; en 1969, premio al mejor actor por La danza macabra de Strindberg; en 1975, Ariel por la mejor coactuación masculina en Actas de Marusia; en 1978, premio al mejor actor por Los emigrados de Slawonir Mrozek; en 1985 premio al mejor actor de las tres Asociaciones de Críticos de Teatro por Contradanza de Francisco Ors; en 1989, premio al mejor actor por La noche de las tribadas de Per Olov Enquist.
”Estos premios, aparte de otras menciones y ternas, han significado una ratificación permanente de mi capacidad, de mi vocación. Si de algo estoy seguro es que lo que sentí como revelación era absolutamente cierto y se ha confirmado a lo largo de los años. Un premio también conlleva prestigio, fama, consolidación y desempleo.
El teatro de la vida
”Las diferencias que encuentro al trabajar en cine y en teatro son muy claras y se fundan básicamente en términos técnicos. Al saber que estás actuando para una cámara, depende del encuadre que tengas, de tu long shot, de tu close up; tu proyección es más mesurada, tu emoción más contenida, tu gestualidad más controlada. No existe la retroalimentación instantánea de un público cautivo. Tienes solamente la aprobación de un director y de un camarógrafo, la incógnita de los aspectos técnicos, de la edición, del doblaje, de la musicalización y de la continuidad estructural que le puedas intuir y hasta palpar pero el único que puede darle el toque final es el realizador. En teatro es una vibración recíproca actor-espectador momentáneamente, efímera y ritual. El fenómeno vivo cobra intensidad y aceptación inmediata. La reacción es del público, te apoya y te hace seguir adelante con mayor entusiasmo hasta el aplauso final que es tu alimento diario.
”Empecé en el teatro y me he sentido siempre muy bien. A los otros lenguajes, la televisión, el cine, he tenido que ir ajustándome y aprendiendo poco a poco la relación con las técnicas y las dificultades que esto plantea. A estas alturas creo saber más de la televisión y el cine, y ya tengo un cierto dominio pero en teatro el espacio escénico me es natural, lo siento tan mío y me doy cuenta que lo abarco totalmente con mi presencia, con mi trabajo. Además los secretos en teatro son, más que nada, retos por descubrir nuevas facetas y más sutiles de personajes cada vez más complicados.
”El teatro se deriva de la vida pero la sintetiza. En el mejor de los casos, resuelve un arte de la vida escénica. El teatro es también un rito y un mito colectivo donde acudimos a despejar dudas, a hacernos preguntas, a cuestionar nuestra existencia, a pensar en el pasado, presente y futuro; a desentrañar nuestra más íntima realidad, quedando –espectadores y actores– cautivos de un fenómeno que nos conmociona, nos alimenta y nos hace seguir por la vida más fortalecidos, más seguros. En el fondo, la pregunta que tú me haces ya nos la hemos hecho toda la gente que vivimos dentro del arte: ¿El arte imita a la vida y de ella se alimenta?, o ¿la vida imita al arte y se alimenta de él para construir su futuro y su historia?
”Mis deseos de interpretar personajes de la literatura dramática universal siempre han quedado truncos: Hamlet, Lorenzaccio, el Caballero de Olmedo. Pasó el tiempo y ya no pude vivirlos escénicamente. Es cierto, he tenido otros en mis manos que al conocerlos y vivirlos se han vuelto parte de mis sueños y, además, he aprendido a conocer la vida y a estructurar la mía gracias también al conocimiento de la naturaleza humana, de los personajes que he representado. Claro que quedan otros. El Rey Lear, Macbeth, Coroliano, Marco Antonio (de Julio César), Shylock, Arpón y muchos más, y todos aquellos que la casualidad, como siempre ha sucedido, me depare. Existe un encuentro afortunado, siempre simbióticamente amoroso, entre personajes inesperados que acabo amando profundamente como, por citar un ejemplo, August Strindberg en La noche de las tribadas, un personaje a quien venía siguiéndole los pasos por medio de sus obras y de su biografía, mediante su descarnada y sufriente humanidad.
”¿Cómo desprendernos de nuestra personalidad para darle vida a otros personajes ajenos a nosotros? Más bien creo que no es un desprendimiento sino una incorporación de tus propias vivencias, algunas claramente asimiladas y otras enterradas en el inconsciente que, junto a la imaginación, la observación, la minuciosa estructuración de un personaje, te llevan a hacer creer que te transformaste. Esa transformación existe en términos creativos, no así en términos psíquicos. Para ser más explícitos, yo acudo a mis vivencias, emociones, recuerdos, y formo con ellos una mezcla heterogénea de estados alterados que trastocan momentáneamente mi personalidad pero gracias al conocimiento profundo de mi persona me involucro únicamente lo necesario para el momento que me toca vivir escénicamente y tengo la capacidad de regresar incólume de la experiencia.
La entrevista completa la puede leer en el siguiente vínculo:
Performance 129
El curioso lector también puede consultar un ensayo del propio Dionicio en esta dirección:
La noche de Claudio Obregón y el eclipse de Las Tribadas.
La entrevista completa la puede leer en el siguiente vínculo:
Performance 129
El curioso lector también puede consultar un ensayo del propio Dionicio en esta dirección:
La noche de Claudio Obregón y el eclipse de Las Tribadas.
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