Amy Winehouse |
Más que juzgar al corazón adicto, Rafael Toriz sostiene que es necesario comprenderlo. De ahí sus reflexiones en torno a la siempre postergada y malquerida rehabilitación. Deleuze, Morrison, Hendrix, Joplin y José José, sin olvidar a Amy Winehouse, ejemplifican en este ensayo algunas de las personalidades de la cultura que “le dieron a las adicciones una impronta épica”.
Rafael Toriz
Desde luego no sucede por gusto, ni es algo que se realice de buenas o con insufladas esperanzas (por el contrario, más bien acontece como una fatalidad extraña), pero llega un momento en la vida del ser humano –particularmente de aquellos proclives al descontrol y el abuso– en que por más que lo postergemos y maquillemos resulta imposible continuar sin asideros. En algún instante, antes del fulminante punto de quiebre, será necesario parar, cuando menos un poco: es imposible experimentar siempre y a toda máquina la fulgurante potencia de la vida.
Y puntualizo inmediatamente. El problema con la rehabilitación no debería encubrir una terapéutica moral catequizante, ese disfraz para transmutar una necesidad de alivio físico y psicológico con la conocida culpa judeocristiana que todo lo infecta y lo carcome. El problema no sólo radica en el hecho de consumir drogas como rockero o beber como un polaco: el problema aparece cuando ciertos hábitos o costumbres nos impiden ser lo que somos, en una versión mejorada de nosotros mismos: el infierno se desata precisamente cuando resulta indispensable rehabilitarnos.
La rehabilitación, fiel a su nombre, desea reinstalar al sujeto en un estado que le permita cumplir satisfactoriamente sus actividades, llevando a buen cabo sus placeres y obligaciones (en lo posible, de óptima manera). En el instante en que esta sencilla ecuación se rompe, estamos ante un adicto que necesita tratarse, toda vez que no supo escuchar el dictum que debiera estar tatuado en el corazón de los inquietos: el veneno radica en la dosis.
Rehabilitarse, sin embargo, implica corregir lo que a su vez ya intentaba corregir la realidad: la humana necesidad de transformar su circunstancia.
El último apaga la luz
Gilles Deleuze |
En una serie de entrevistas exquisitas, y bajo la manera de un abecedario que puede consultarse en YouTube, Gilles Deleuze discurre en la letra B al respecto de la bebida: “Beber es una cuestión de cantidad y esa es la razón de que no tenga equivalente con la comida. Cuando uno bebe a lo que quiere llegar al último vaso, beber es literalmente hacer todo lo posible para obtener el último vaso. Un alcohólico es alguien que no deja dejar de beber, es decir, que no deja llegar al último vaso. ¿Qué significa el último? Que ese día ya no aguanta más bebida. Es el último el que le permitirá empezar de nuevo al día siguiente; así que cuando dice el último vaso va en busca del penúltimo. No el último, porque faltaría a su compromiso”. Nunca he leído una descripción más certera de lo que acontece en la psique del bebedor –a diferencia del borracho, que nada entiende de responsabilidades. En efecto, se trata de llegar a la penúltima copa, de llenar los intersticios entre una y otra con cosas y palabras con la tenaz esperanza de volver a beber. Lo que sucede entre esos intervalos es lo que algunos llaman vida (de ahí la frase de Brendan Behan, que brilla con naturalidad: “I’m a drinker with a writing problem”).
A estas alturas, toda vez que el capitalismo salvaje ha hecho del consumista desenfrenado una figura omnipotente, el adicto ha devenido un fenómeno global que no respeta sexo, raza ni religión: el hastaelhuevismo es un humanismo. Sin embargo, el lugar de los mexicanos en relación con las adicciones sería digno de un sesudo análisis psicoanalítico. En la patria tricolor es sinónimo de hombría y virilidad el acto de “aguantar vara”, de ahí que aún sea bien visto no llorar en funerales (como una variante insana del estoicismo), ingerir chile hasta sudar la coronilla (así se acabe con el colon desollado) y, honor entre los honores, beber como un mariachi despechado dado que, según complejas asociaciones, el consumo de alcohol es directamente proporcional al tamaño del miembro viril. Si a ello se le añade cierta predisposición literaria estamos, con todas sus letras, ante la efigie de un poeta maldito, acaso bananero, pero poeta al fin.
Ante semejante mitología, una herencia mal entendida y peor metabolizada del romanticismo alemán, resulta consecuente que el atasque se imponga como un evangelio, hecho que no se reduce al horizonte mexicano. La necesidad de experiencias límite es una constante de la humanidad y en ningún caso privativa de José José, aquel príncipe de la canción que con menos lustros de trago seguramente se habría coronado emperador.
En nuestros tiempos, los casos de celebridades con adicciones han dejado de ser simbólicos para transformarse en una suerte de rito de habilitación cultural. De Britney Spears a Kate Moss, pasando por Robert Downey Jr., Amy Winehouse (quien fue consecuente hasta la muerte) y coronándose con Charlie Sheen –el hombre sin contenido– se ha hecho de la rehabilitación un atributo curricular (y si bien Sheen no se ha sometido a terapia todavía, nadie debe dudar de que se trata de un becerro de oro). Los casos de Morrison, Hendrix y Joplin le dieron a las adicciones una impronta épica, crudo testimonio de que traficar con el fuego primordial puede incendiar hasta al mismísimo diablo. Hay temperamentos a los que no les basta mirar la hoguera: necesitan arder con ella.
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