miércoles, 3 de octubre de 2012

Visitando el rancho de Miguel Capistrán


Víctor Toledo
Hace unos diez años Miguel Capistrán me invitó a conocer su fabuloso rancho donde se había logrado preservar la depredada flora y fauna de Córdoba, Veracruz (la selva alta más al norte del planeta); el rancho de Miguel se avecindaba con el de los Cuesta y el de los Pitol (padres del novelista) y desembocaban en la hacienda del Potrero donde abundan los hongos sagrados pues Córdoba está en la misma coordenada geográfica que Huatla, separadas sólo por la Sierra Madre Oriental. En ese potrero jugaron en su infancia el poeta, el novelista y el memorioso ensayista-recopilador. Miguel me aseguraba que Cuesta, cuando mayor,  acostumbraba consumir los hongos maravillosos.

En el paraíso terrenal, perdido y encontrado, de Miguel descubres que las hadas existen: son gigantescas luciérnagas que inundan todo el firmamento, el río, la fronda, los gigantes árboles montañas, como una Navidad sagrada.

Cuando llegamos a uno de los puentes abandonados del desaparecido ferrocarril llamado cariñosamente por los cordobeses el Huatusquito (recuerden los cuadros de José María Velasco que pertenecieron a Carlos Pellicer como sus mayores tesoros). El convoy fue unos de los primeros o el primer tren mexicano, era tan pequeño que parecía de juguete y el conductor era el padre de Emilio Carballido, sin embargo, los ingenieros ingleses que lo construyeron elevaron para su paso  quizá los puentes más bellos y altos del país, puente intacto que posa dentro de su rancho. Me dijo: “mira: aquí escribió André Breton un poema dedicado a Jorge Cuesta” (el gran poeta cordobés lo había llevado a Córdoba para revelarle el deslumbrante laberinto de la pródiga vegetación, el surrealismo real, el feraz sueño de la selva veracruzana), un poema a las diosas del lugar. Entusiasmado le dije que me lo encontrara (sabiendo que el gran detective, el sabueso de los Baskerville, de prodigiosa memoria, nunca fallaba), me dijo: “te lo voy a buscar en la hemeroteca nacional, ahí ha de estar, si mal no recuerdo era sobre las orquídeas”.

Foto: Yerania Rolón

Miguel gustaba contarme que el padre de Jorge Cuesta (ganador de reconocimientos nacionales de agricultura por la calidad y cantidad de su café y cultivos) introdujo la naranja de ombligo y otras plantas, como un tabaco finísimo, para mejorar el sabor del fruto del cafeto y su semilla de Abisinia. “De ahí –decía– la vocación alquimista del hijo”. Recuerdo que en Córdoba, en mi infancia, en una cantina, se vendía “la fórmula de Jorge Cuesta para que no se agrie el vino”, así anunciaba el cartón. Según Miguel, Cuesta había inventado una fórmula para que los mangos que producía su padre llegaran sin pudrirse a España (entonces se embarcaban las exportaciones). Luego viene la leyenda de la fórmula de la inmortalidad de Cuesta, por la que posiblemente enfermó hasta la locura.

Gracias a Miguel hicimos un viaje maravilloso: el viaje a Tepatlaxco (“juego de pelota del palacio”, “en el juego de pelota de pedernal”), un lugar fabuloso en la serranía de Córdoba, catábasis al rancho más productor de Don Víctor Cuesta, el padre del pensador-poeta, donde, Miguel afirmaba, había escrito El canto a un dios mineral, en esa comarca donde apacientan las nubes embarazadas de rayos de oro, se encuentran tres puntas montunas (quizá pirámides ocultas por selva) que marcan la salida de Quetzalcóatl hacia el mar en su barca de serpientes. Es un lugar sagrado y secreto, venerado. El viaje lo hicimos Verónica Volkow, José Luis Cabada (presentaban un libro sobre Cuesta por la tarde, en la ciudad), otra persona, Miguel y yo. En la sabana del camino fuimos guiados por framboyanes y los espectaculares robles (o guayacanes) de floración rosa y amarilla: apariciones de otro mundo, ángeles montañas, hogueras de otra dimensión: sobre todo esto último, de un metafísico color extraordinario. El rosa es un gigante místico. El rancho de Tepatlaxco es un  lugar en una alta cima, muy empinada, bordeada por abismales precipicios, de una belleza y exuberancia indescriptible que recuerda por la humedad, las nubes, las cúspides y la neblina a los paisajes orientales. Cuando acabamos de ascender, como en un viaje de revelación (Es la vida allí estar, tan fijamente, / como la helada altura transparente), Miguel nos iba contando en cada punto, en cada paso, en cada barranca, claro, piedra, pequeña meseta o abismo: “aquí escribió Cuesta tal verso, aquí tal estrofa, se tenía que perder para que no lo distrajeran al escribir, mientras el padre y la familia lo buscaban para que cooperara en las labores del rancho o por si le había pasado algo”. En seguida me di cuenta, por el lugar, que el poema se lo habían dictado los poderosos elementos naturales de la fecunda vegetación veracruzana, que era un poema del ser, un verdadero poema ontológico fundacional. Es un poema del Vacío, pero que anida la plenitud. El poema fue dictado por la vida, la fertilidad, por su alucinante espiral tropical contra la muerte. Desde una velocidad vertiginosa, Cuesta vio la semilla del Vacío abriendo el absoluto.
Esa semana, coincidentemente, cada uno por su lado, mis hermanos hicieron otros descubrimientos, al encontrarse uno, pasmado (pensó que soñaba), con su doble en un congreso de abogados en el D.F: Los dos tenían barba, eran del mismo color e igual complexión, genomas en espejo del otro y abogados, para su mayor perplejidad, cordobeses, de la misma edad, al acercarse asombrados, poco a poco, pero atraídos irresistiblemente uno al otro, escucharon, para aumentar su sorpresa, que tenían por abuelo un nombre idéntico: Joaquín Contreras, el doble aseveró: “si es el introductor de las gardenias en México, es el mismo”.
Días después,  otro hermano mío fue a visitar a la ciudad natal a un pariente enfermo, el tío Joaquín, para animarlo le dijo: “no te mueras tío, eres el último de nosotros que queda en Córdoba”, el postrado contestó: “te equivocas, vete a conocer a tu tía Mercedes para que te cuente la historia de la familia”. Al conocerla, en Fortín de las Flores (población pegada  a Córdoba, de la cual se dice posee el humus más rico del mundo y las orquídeas más bellas y variadas del planeta), ésta (que resultó ser madre del doble de mi hermano, nuestro primo) le refirió que era hija del primer matrimonio de nuestro abuelo Joaquín, que Manuel (nuestro padre) era hijo del quinto matrimonio, que este abuelo común, junto con su suegro francés, trajeron las gardenias (Gardenia jasminoides) de España  (llevadas, a su vez, de Asia por el naturalista Alexander Garden. Garden, jardín: Paraíso) para adaptarlas para su venta desde Veracruz. Esta flor pura y penetrante, minúsculo remolino de sólida espuma, suave mármol del mar, entre la seda y la cera, entre la sed y el ser, se convirtió rápidamente en un profundo símbolo veracruzano, se encontró en nuestra tierra como en su propio nido.
Después de tanto tiempo –en unos cuantos días– supimos de esta fabulosa historia.
Miguel encontró finalmente (después de varias semanas de búsqueda pero coincidiendo con las fechas de hallazgo de la historia familiar de mis hermanos) los versos Villaverdinos de Breton (Rafael Delgado, el padre de la novela moderna mexicana, le llamaba Villa Verde a Córdoba) después que me los prometió para que los incorporara a la flora, como cita, de un libro mío. Pero cuando pensábamos que el poeta surrealista hablaba de las orquídeas (originarias del lugar), hicieron su aparición, por primera vez, nuestras gardenias, anunciando esta  epifanía familiar. Escribí por ese entonces: “La esencia de la poesía es el regreso al Paraíso, donde el tiempo no existe: éste se estrella –deshecho– en las palabras, de ellas surge la realidad”.

Nada en común te das cuenta con el pequeño ferrocarril
Que se enrosca en torno a la Verde Villa de México para que no nos cansemos de                                                                                                                           descubrir
Las gardenias que exhalan su perfume en jóvenes vástagos de palma ahuecados.



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