Víctor Toledo
Hace unos diez años Miguel Capistrán
me invitó a conocer su fabuloso rancho donde se había logrado preservar la
depredada flora y fauna de Córdoba, Veracruz (la selva alta más al norte del
planeta); el rancho de Miguel se avecindaba con el de los Cuesta y el de los Pitol
(padres del novelista) y desembocaban en la hacienda del Potrero donde abundan
los hongos sagrados pues Córdoba está en la misma coordenada geográfica que
Huatla, separadas sólo por la Sierra Madre Oriental. En ese potrero jugaron en
su infancia el poeta, el novelista y el memorioso ensayista-recopilador. Miguel
me aseguraba que Cuesta, cuando mayor, acostumbraba consumir los hongos maravillosos.
En el paraíso terrenal, perdido y encontrado,
de Miguel descubres que las hadas existen: son gigantescas luciérnagas que
inundan todo el firmamento, el río, la fronda, los gigantes árboles montañas, como
una Navidad sagrada.
Cuando llegamos a uno de los puentes
abandonados del desaparecido ferrocarril llamado cariñosamente por los
cordobeses el Huatusquito (recuerden los cuadros de José María Velasco que
pertenecieron a Carlos Pellicer como sus mayores tesoros). El convoy fue unos
de los primeros o el primer tren mexicano, era tan pequeño que parecía de
juguete y el conductor era el padre de Emilio Carballido, sin embargo, los
ingenieros ingleses que lo construyeron elevaron para su paso quizá los puentes más bellos y altos del
país, puente intacto que posa dentro de su rancho. Me dijo: “mira: aquí
escribió André Breton un poema dedicado a Jorge Cuesta” (el gran poeta cordobés
lo había llevado a Córdoba para revelarle el deslumbrante laberinto de la pródiga
vegetación, el surrealismo real, el feraz sueño de la selva veracruzana), un
poema a las diosas del lugar. Entusiasmado le dije que me lo encontrara
(sabiendo que el gran detective, el sabueso de los Baskerville, de prodigiosa
memoria, nunca fallaba), me dijo: “te lo voy a buscar en la hemeroteca
nacional, ahí ha de estar, si mal no recuerdo era sobre las orquídeas”.
Foto: Yerania Rolón |
Miguel gustaba contarme que el padre
de Jorge Cuesta (ganador de reconocimientos nacionales de agricultura por la
calidad y cantidad de su café y cultivos) introdujo la naranja de ombligo y
otras plantas, como un tabaco finísimo, para mejorar el sabor del fruto del
cafeto y su semilla de Abisinia. “De ahí –decía– la vocación alquimista del
hijo”. Recuerdo que en Córdoba, en mi infancia, en una cantina, se vendía “la
fórmula de Jorge Cuesta para que no se agrie el vino”, así anunciaba el cartón.
Según Miguel, Cuesta había inventado una fórmula para que los mangos que producía
su padre llegaran sin pudrirse a España (entonces se embarcaban las
exportaciones). Luego viene la leyenda de la fórmula de la inmortalidad de
Cuesta, por la que posiblemente enfermó hasta la locura.
Gracias a Miguel hicimos un viaje
maravilloso: el viaje a Tepatlaxco (“juego de pelota del palacio”, “en el juego
de pelota de pedernal”), un lugar fabuloso en la serranía de Córdoba, catábasis
al rancho más productor de Don Víctor Cuesta, el padre del pensador-poeta,
donde, Miguel afirmaba, había escrito El
canto a un dios mineral, en esa comarca donde apacientan las nubes
embarazadas de rayos de oro, se encuentran tres puntas montunas (quizá
pirámides ocultas por selva) que marcan la salida de Quetzalcóatl hacia el mar
en su barca de serpientes. Es un lugar sagrado y secreto, venerado. El viaje lo
hicimos Verónica Volkow, José Luis Cabada (presentaban un libro sobre Cuesta
por la tarde, en la ciudad), otra persona, Miguel y yo. En la sabana del camino
fuimos guiados por framboyanes y los espectaculares robles (o guayacanes) de
floración rosa y amarilla: apariciones de otro mundo, ángeles montañas,
hogueras de otra dimensión: sobre todo esto último, de un metafísico color
extraordinario. El rosa es un gigante místico. El rancho de Tepatlaxco es un lugar en una alta cima, muy empinada,
bordeada por abismales precipicios, de una belleza y exuberancia indescriptible
que recuerda por la humedad, las nubes, las cúspides y la neblina a los
paisajes orientales. Cuando acabamos de ascender, como en un viaje de
revelación (Es la vida allí estar, tan
fijamente, / como la helada altura transparente), Miguel nos iba
contando en cada punto, en cada paso, en cada barranca, claro, piedra, pequeña
meseta o abismo: “aquí escribió Cuesta tal verso, aquí tal estrofa, se tenía
que perder para que no lo distrajeran al escribir, mientras el padre y la
familia lo buscaban para que cooperara en las labores del rancho o por si le
había pasado algo”. En seguida me di cuenta, por el lugar, que el poema se lo
habían dictado los poderosos elementos naturales de la fecunda vegetación
veracruzana, que era un poema del ser, un verdadero poema ontológico
fundacional. Es un poema del Vacío, pero que anida la plenitud. El poema fue
dictado por la vida, la fertilidad, por su alucinante espiral tropical contra
la muerte. Desde una velocidad vertiginosa, Cuesta vio la semilla del Vacío
abriendo el absoluto.
Esa semana, coincidentemente, cada uno
por su lado, mis hermanos hicieron otros descubrimientos, al encontrarse uno,
pasmado (pensó que soñaba), con su doble en un congreso de abogados en el D.F:
Los dos tenían barba, eran del mismo color e igual complexión, genomas en
espejo del otro y abogados, para su mayor perplejidad, cordobeses, de la misma
edad, al acercarse asombrados, poco a poco, pero atraídos irresistiblemente uno
al otro, escucharon, para aumentar su sorpresa, que tenían por abuelo un nombre
idéntico: Joaquín Contreras, el doble aseveró: “si es el introductor de las
gardenias en México, es el mismo”.
Días después, otro hermano mío fue a visitar a la ciudad
natal a un pariente enfermo, el tío Joaquín, para animarlo le dijo: “no te
mueras tío, eres el último de nosotros que queda en Córdoba”, el postrado
contestó: “te equivocas, vete a conocer a tu tía Mercedes para que te cuente la
historia de la familia”. Al conocerla, en Fortín de las Flores (población
pegada a Córdoba, de la cual se dice
posee el humus más rico del mundo y las orquídeas más bellas y variadas del
planeta), ésta (que resultó ser madre del doble de mi hermano, nuestro primo) le
refirió que era hija del primer matrimonio de nuestro abuelo Joaquín, que
Manuel (nuestro padre) era hijo del quinto matrimonio, que este abuelo común,
junto con su suegro francés, trajeron las gardenias (Gardenia jasminoides) de España
(llevadas, a su vez, de Asia por el naturalista Alexander Garden.
Garden, jardín: Paraíso) para adaptarlas para su venta desde Veracruz. Esta
flor pura y penetrante, minúsculo remolino de sólida espuma, suave mármol del
mar, entre la seda y la cera, entre la sed y el ser, se convirtió rápidamente en
un profundo símbolo veracruzano, se encontró en nuestra tierra como en su
propio nido.
Después de tanto tiempo –en unos
cuantos días– supimos de esta fabulosa historia.
Miguel encontró finalmente (después de
varias semanas de búsqueda pero coincidiendo con las fechas de hallazgo de la
historia familiar de mis hermanos) los versos Villaverdinos de Breton (Rafael
Delgado, el padre de la novela moderna mexicana, le llamaba Villa Verde a
Córdoba) después que me los prometió para que los incorporara a la flora, como
cita, de un libro mío. Pero cuando pensábamos que el poeta surrealista hablaba
de las orquídeas (originarias del lugar), hicieron su aparición, por primera
vez, nuestras gardenias, anunciando esta
epifanía familiar. Escribí por ese entonces: “La esencia de la poesía es
el regreso al Paraíso, donde el tiempo no existe: éste se estrella –deshecho–
en las palabras, de ellas surge la realidad”.
Nada
en común te das cuenta con el pequeño ferrocarril
Que
se enrosca en torno a la Verde Villa de México para que no nos cansemos de descubrir
Las
gardenias que exhalan su perfume en jóvenes vástagos de palma ahuecados.
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