Gerardo Vargas, mejor conocido como El Chihuahua, expone a partir de esta semana su trabajo plástico más reciente: México: obra gráfica y dibujo, en la Galería Universitaria Ramón Alva de la Canal, en la calle de Zamora. El artista norteño, suscribe Camila Krauss en este texto que acompaña a la muestra, “se delata obsesivo; su oficio es mirar, simbolizar, entintar, iluminar o decorar un México avernoso, pero encantador, donde no hay fronteras entre los temas norteños o el verdor de la hierba fandanguera del sureste”.
Gerardo Vargas, conocido en Xalapa por su alias: El Chihuahua, ilustrador vernáculo, flâneur del underground xiqueño y sibarita en los mercados donde pueblea, pone en tela de juicio todas las mexican curious del barrio, la cantina y los comercios donde se pare (o se siente); luego traza o calca en albanene y se las pasa por una malla ácida; el resultado alborota y despeina –como dicen los albañiles pelados– y, en coloridas serigrafías, convida al espectador desde el chiste melancólico, ciudades imposibles o la estridencia insistente de la nostalgia.
En la obra de Gerardo se mira al mundo de los Talleres de la Gráfica Popular Mexicana de tradición centenaria (incluso, previa a la Colonia). La imaginería del arte callejero se ve refinada, en estas serigrafías está la influencia de letreros de carnicerías o el digno homenaje a rotulistas, impresores de almanaques, creadores de calcomanías, etiquetas de cerveza o corcholatas; se deja ver la estética de álbumes de estampitas, folletos de sindicato, afiches palenqueros, anuncios de luchadores, volantes estudiantiles, cartelones agraristas, señalética sui generis de las carreteras de un país con gangrena. La gráfica popular es a la imagen lo que el refrán a la tradición oral y ahí, en los dichos, hay más sabiduría que en los noticieros, así la gráfica retrata falsos mitos, la doble moral de los “líderes”, la democracia anárquica del mitotero, la política de la chispa de la vida y la sincera esperanza en pos de una identidad compartible.
El Chihuahua se delata obsesivo; su oficio es mirar, simbolizar, entintar, iluminar o decorar un México avernoso pero encantador, donde no hay fronteras entre los temas norteños o el verdor de la hierba fandanguera del sureste (latitudes por donde Gerardo se va pero regresa). Al autor le interesan los espacios urbanos, se los peina a pincel o en bicla, y los reproduce en ángulos agudos, espacios estrechos, planos; pero la naturaleza también le fascina y ahí lo contundente son los múltiples volúmenes vivos: nubes con tetas, olas contemplativas, árboles frondosos o enramadas con ojos.
Un párrafo aparte merece la cosmogonía del subconsciente neurótico o del circo espiritual por donde asoman cerditos en el espacio, sirenas vanidosas, marranos angelicales, vacas zafadas, seres antropomorfos y todo ese reino animal, lúdico y personalísimo de Gerardo, que resulta más pop que los cielos del Panteón Azteca, pero para nada exento de la presencia de espíritus y nahuales.
Me divierte y me intriga la metafísica coqueta en la profundidad del trabajo de Gerardo, como si Blake hubiera amanecido en un mexicanísimo tablero de serpientes y escaleras, como si un alma se estuviera tratando de encontrar en un mundo objetual.
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