Rafael Antúnez
–¿Y tú? –le ha
dicho Spino–, ¿Quién eres para
ti? ¿Sabes que si un día
quisieras averiguarlo tendrías que
buscarte, reconstruirte, hurgar en
viejos
cajones, recuperar
testimonios de otras personas, rostros
diseminados aquí
y allá y perdidos? Todo es oscuridad, hay que
andar a tientas.
Antonio Tabucchi.
No es infrecuente que un hombre deje tras de sí
una historia, todo hombre al morir deja una, así sea insignificante. Lo
infrecuente es, como en mi caso, o mejor dicho, como en el caso de mi tío
Abelardo, que, de manera deliberada, la deje en herencia. Sobre todo, porque su
legado no era un diario o una autobiografía, sino un montón de pistas que, en
un primer momento, no sabía hacia dónde me podrían conducir, o si en realidad
conducían hacia alguna parte, ya que sus papeles no constituían en sí una
historia (o al menos eso me pareció). Andaba entre sus cartas como un ciego en
un laberinto, iba de la decepción a la sorpresa, pues yo, como todos los que
tratamos al tío Abelardo en sus últimos años, olvidamos algo que, por evidente,
pasamos por alto: todos somos otro, respuesta y enigma, cordura y sinrazón,
cambio y permanencia indisolublemente ligados y en sucesiva transformación. La
pereza o la costumbre (que no es sino otra forma de la pereza) nos impulsan a
optar sólo por una faceta. En el caso de mi tío, todos veíamos a un viejo
alcoholizado, algo gruñón e inofensivo que prefería la compañía del vino a la
de los hombres.
Que yo sepa, nadie en la familia
sabía que el tío Abelardo escribiera, no recuerdo haberlo visto escribiendo
nunca, ni hacer la más mínima referencia a ello. En su pequeña biblioteca, en
la que no abundaban los libros de literatura, a más de una vieja edición de los
Clásicos Jackson, la poesía completa de Nervo («una inexplicable debilidad»,
según recuerdo haberle escuchado decir) y un par de novelas policíacas, no
había sino tratados de agronomía. Más que un gran lector, el tío era, como ya
he dicho, un amante de los puros y del vino. Y esto en sí no tendría nada de
raro, al menos yo nunca hubiera reparado en su relación con los libros de no
ser porque al morir me dejó un pequeño paquete que contenía un grueso atado de
cartas que cruzó con una tal Norma Franco.
Por
las cartas me enteré de que el tío escribía versos y que ella le animaba a
seguir haciéndolo (la letra del tío era pequeña y muy cuidada, en cambio la de
Norma era apretada y difícil de descifrar). Las cartas están fechadas entre
1929 y 1932, es decir, de los 19 a los 24 años de mi tío. En ellas habla con
entusiasmo de los (entonces) nuevos poetas franceses y (muy mal) de algunos de
sus contemporáneos; asimismo, menciona varias veces el proyecto de una novela
cuya acción ubicaría en la revolución, así como una serie de poemas. «Quiero
–le contaba a Norma– escribir un libro de versos en los que lo importante no
sea el sentido, sino la música de las palabras. Me he convencido de que hay muy
pocas cosas qué decir y yo no nací para hacerlo: para eso están los
predicadores. Yo sólo quiero escribir sobre cosas sin importancia, escribir que
llueve y tratar de reproducir el ritmo de la lluvia en ese poema».
Me hubiera gustado
conocer sus poemas, si es que los llegó a escribir. Pero todo indica que el tío
no los escribió (o bien que éstos no lo dejaron satisfecho y los destruyó, o no
juzgó necesario dejármelos, porque entre sus cosas lo único que hallé fue una
relación de lo que debió ser su verdadera biblioteca y el contrato de su venta
firmado por mi tía Carmen) y tampoco escribió su novela. En una carta del
treinta hace la primera mención a ella: «Quiero retomar el mito del centauro.
Un hombre viejo sale en ayuda de su hijo, pero a diferencia del mito, en mi
novela el viejo no podrá dar nunca con él. La novela iniciará con la descripción
de un pueblo devastado y de un hombre que pasea entre sus ruinas y recuerda cómo
fue ese pueblo antes de la revolución. Todo ha sido presa del fuego. El viejo
recordará el día en que su hijo salió del pueblo para unirse a un grupo de
villistas, y recordará cómo unos meses después él fue en su busca. Ignorando
que el muchacho había muerto muy poco tiempo después de haber visto y
participado en una batalla, el viejo emprende un largo peregrinar siguiendo el
rastro de sangre que va dejando la revolución. Contempla las victorias y las
derrotas de Villa, conoce ciudades y pueblos, gente de otros países. Pero para él
nada importa, su vida se reduce a la búsqueda de su hijo. En más de una ocasión
recibirá noticias que le hacen concebir esperanzas de encontrarlo: un grupo de
soldados borrachos le aseguran haberlo visto salir unos días antes. En una
iglesia de Torreón se entera de que alguien con un nombre parecido al de su
hijo se acaba de casar. Acude a la casa en la que viven los padres de la novia,
pero nadie es capaz de darle alguna información pues todos yacen en completo
estado de ebriedad. Esto, como es fácil imaginar, dará pie a más de una situación
absurda (no humorística), confusiones... Finalmente le informan que los recién casados han salido
con rumbo a la frontera. Tras un penoso viaje les da alcance una noche. En
cuanto descubre que el hombre no es su hijo, emprende sin demora el retorno a
Torreón y prosigue la búsqueda. En otra ocasión le dicen que ha muerto en un
enfrentamiento con los federales. Pasa el día y buena parte de la noche
revisando los muertos en el campo de batalla. A medida que va revisando los cadáveres
sorprendidos por la muerte en las más grotescas posiciones, con los más
diversos rictus, mutilados de formas inimaginables, la esperanza de encontrarlo
crece aún más en él, a pesar de que sabe que su hijo puede ser cualquiera de
esos irreconocibles despojos. Al no hallarlo ahí, la certeza de que está vivo
aumenta. Más adelante habrá un momento en que el viejo estará a punto de
conocer la verdad. Un fotógrafo norteamericano lo encuentra violando tumbas
(alguien le ha dicho que su hijo fue enterrado ahí la noche anterior). El viejo
cava con desesperación y sólo encuentra los cadáveres putrefactos de tres
mujeres. El fotógrafo se ofrece a mostrarle una serie de fotografías que él ha
tomado de los ahorcados que ha ido encontrando por el camino. El viejo accede a
verlas. Entre las fotos que componen la serie está la de su hijo. El viejo mira
las primeras y cuando va a llegar a la de éste, el americano le dice que la
siguiente es una foto curiosa, pues es la foto de un suicida, un joven que no
soportó los horrores de la guerra y se colgó de un árbol. El viejo se niega a
seguir mirando las fotografías. Alega que su hijo no pudo haber muerto así y le
devuelve el paquete sin verla (Aquí el tío detiene el relato e intercala una
reflexión sobre la eternidad de esos segundos que median entre el salto del
suicida y el tirón de la cuerda, esos últimos segundos en los que un hombre aún
se sabe vivo pero, también, presa ya de la muerte. Ese segundo en que, según mi
tío, el hombre está vivo y muerto y no está vivo ni está muerto. Todo a la
vez). Después regresa a la historia del viejo quien, durante los siguientes dos
años, conoce toda suerte de degradaciones, ha envejecido mucho y vive prácticamente
como un limosnero, cuya única obsesión es encontrar a su hijo. La novela
terminará con el regreso del viejo al pueblo, al que vuelve con la única
esperanza de encontrarlo. Al llegar hallará el pueblo en ruinas y volverá a
emprender la búsqueda».
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