martes, 5 de julio de 2011

La búsqueda



Rafael Antúnez

–¿Y tú? –le  ha  dicho Spino–,  ¿Quién eres para ti? ¿Sabes que si un día
 quisieras averiguarlo tendrías que buscarte,  reconstruirte, hurgar en viejos
cajones, recuperar testimonios de  otras personas, rostros diseminados aquí
 y allá y perdidos? Todo es oscuridad, hay que andar a tientas.
Antonio Tabucchi.

No es infrecuente que un hombre deje tras de sí una historia, todo hombre al morir deja una, así sea insignificante. Lo infrecuente es, como en mi caso, o mejor dicho, como en el caso de mi tío Abelardo, que, de manera deliberada, la deje en herencia. Sobre todo, porque su legado no era un diario o una autobiografía, sino un montón de pistas que, en un primer momento, no sabía hacia dónde me podrían conducir, o si en realidad conducían hacia alguna parte, ya que sus papeles no constituían en sí una historia (o al menos eso me pareció). Andaba entre sus cartas como un ciego en un laberinto, iba de la decepción a la sorpresa, pues yo, como todos los que tratamos al tío Abelardo en sus últimos años, olvidamos algo que, por evidente, pasamos por alto: todos somos otro, respuesta y enigma, cordura y sinrazón, cambio y permanencia indisolublemente ligados y en sucesiva transformación. La pereza o la costumbre (que no es sino otra forma de la pereza) nos impulsan a optar sólo por una faceta. En el caso de mi tío, todos veíamos a un viejo alcoholizado, algo gruñón e inofensivo que prefería la compañía del vino a la de los hombres.

            Que yo sepa, nadie en la familia sabía que el tío Abelardo escribiera, no recuerdo haberlo visto escribiendo nunca, ni hacer la más mínima referencia a ello. En su pequeña biblioteca, en la que no abundaban los libros de literatura, a más de una vieja edición de los Clásicos Jackson, la poesía completa de Nervo («una inexplicable debilidad», según recuerdo haberle escuchado decir) y un par de novelas policíacas, no había sino tratados de agronomía. Más que un gran lector, el tío era, como ya he dicho, un amante de los puros y del vino. Y esto en sí no tendría nada de raro, al menos yo nunca hubiera reparado en su relación con los libros de no ser porque al morir me dejó un pequeño paquete que contenía un grueso atado de cartas que cruzó con una tal Norma Franco.

            Por las cartas me enteré de que el tío escribía versos y que ella le animaba a seguir haciéndolo (la letra del tío era pequeña y muy cuidada, en cambio la de Norma era apretada y difícil de descifrar). Las cartas están fechadas entre 1929 y 1932, es decir, de los 19 a los 24 años de mi tío. En ellas habla con entusiasmo de los (entonces) nuevos poetas franceses y (muy mal) de algunos de sus contemporáneos; asimismo, menciona varias veces el proyecto de una novela cuya acción ubicaría en la revolución, así como una serie de poemas. «Quiero –le contaba a Norma– escribir un libro de versos en los que lo importante no sea el sentido, sino la música de las palabras. Me he convencido de que hay muy pocas cosas qué decir y yo no nací para hacerlo: para eso están los predicadores. Yo sólo quiero escribir sobre cosas sin importancia, escribir que llueve y tratar de reproducir el ritmo de la lluvia en ese poema».
Me hubiera gustado conocer sus poemas, si es que los llegó a escribir. Pero todo indica que el tío no los escribió (o bien que éstos no lo dejaron satisfecho y los destruyó, o no juzgó necesario dejármelos, porque entre sus cosas lo único que hallé fue una relación de lo que debió ser su verdadera biblioteca y el contrato de su venta firmado por mi tía Carmen) y tampoco escribió su novela. En una carta del treinta hace la primera mención a ella: «Quiero retomar el mito del centauro. Un hombre viejo sale en ayuda de su hijo, pero a diferencia del mito, en mi novela el viejo no podrá dar nunca con él. La novela iniciará con la descripción de un pueblo devastado y de un hombre que pasea entre sus ruinas y recuerda cómo fue ese pueblo antes de la revolución. Todo ha sido presa del fuego. El viejo recordará el día en que su hijo salió del pueblo para unirse a un grupo de villistas, y recordará cómo unos meses después él fue en su busca. Ignorando que el muchacho había muerto muy poco tiempo después de haber visto y participado en una batalla, el viejo emprende un largo peregrinar siguiendo el rastro de sangre que va dejando la revolución. Contempla las victorias y las derrotas de Villa, conoce ciudades y pueblos, gente de otros países. Pero para él nada importa, su vida se reduce a la búsqueda de su hijo. En más de una ocasión recibirá noticias que le hacen concebir esperanzas de encontrarlo: un grupo de soldados borrachos le aseguran haberlo visto salir unos días antes. En una iglesia de Torreón se entera de que alguien con un nombre parecido al de su hijo se acaba de casar. Acude a la casa en la que viven los padres de la novia, pero nadie es capaz de darle alguna información pues todos yacen en completo estado de ebriedad. Esto, como es fácil imaginar, dará pie a más de una situación absurda (no humorística), confusiones... Finalmente  le informan que los recién casados han salido con rumbo a la frontera. Tras un penoso viaje les da alcance una noche. En cuanto descubre que el hombre no es su hijo, emprende sin demora el retorno a Torreón y prosigue la búsqueda. En otra ocasión le dicen que ha muerto en un enfrentamiento con los federales. Pasa el día y buena parte de la noche revisando los muertos en el campo de batalla. A medida que va revisando los cadáveres sorprendidos por la muerte en las más grotescas posiciones, con los más diversos rictus, mutilados de formas inimaginables, la esperanza de encontrarlo crece aún más en él, a pesar de que sabe que su hijo puede ser cualquiera de esos irreconocibles despojos. Al no hallarlo ahí, la certeza de que está vivo aumenta. Más adelante habrá un momento en que el viejo estará a punto de conocer la verdad. Un fotógrafo norteamericano lo encuentra violando tumbas (alguien le ha dicho que su hijo fue enterrado ahí la noche anterior). El viejo cava con desesperación y sólo encuentra los cadáveres putrefactos de tres mujeres. El fotógrafo se ofrece a mostrarle una serie de fotografías que él ha tomado de los ahorcados que ha ido encontrando por el camino. El viejo accede a verlas. Entre las fotos que componen la serie está la de su hijo. El viejo mira las primeras y cuando va a llegar a la de éste, el americano le dice que la siguiente es una foto curiosa, pues es la foto de un suicida, un joven que no soportó los horrores de la guerra y se colgó de un árbol. El viejo se niega a seguir mirando las fotografías. Alega que su hijo no pudo haber muerto así y le devuelve el paquete sin verla (Aquí el tío detiene el relato e intercala una reflexión sobre la eternidad de esos segundos que median entre el salto del suicida y el tirón de la cuerda, esos últimos segundos en los que un hombre aún se sabe vivo pero, también, presa ya de la muerte. Ese segundo en que, según mi tío, el hombre está vivo y muerto y no está vivo ni está muerto. Todo a la vez). Después regresa a la historia del viejo quien, durante los siguientes dos años, conoce toda suerte de degradaciones, ha envejecido mucho y vive prácticamente como un limosnero, cuya única obsesión es encontrar a su hijo. La novela terminará con el regreso del viejo al pueblo, al que vuelve con la única esperanza de encontrarlo. Al llegar hallará el pueblo en ruinas y volverá a emprender la  búsqueda».



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