jueves, 26 de mayo de 2011

DE LA MONSTRUOSIDAD CARRINGTONIANA Y DE OTRAS MONSTRUOSIDADES*


Lourdes Andrade

Para celebrar la exposición Leonora Carrington que se celebró en Xalapa en 2008, en la suerte de corredor que en ese entonces conformaban la Pinacoteca Diego Rivera, el Parque Juárez, El Ágora de la Ciudad y la Biblioteca Carlos Fuentes, Performance publicó un ensayo de Lourdes Andrade del libro Para la desorientación general. En ocasión de la muerte de la notable escultora de origen céltico devolvemos este ensayo a la circulación, además de que publicamos un conjunto de fotos que ilustran muy bien lo que fue esa exposición en Xalapa.

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Estas líneas refieren a la nostalgia de un tiempo ancestral, de un tiempo mítico, la memoria de “aquella oscura región donde lo uno es todavía lo otro”,[1] donde los límites entre las criaturas no están aún fatalmente definidas. Se puede ser mujer-pez, hombre-pájaro, árbol-búho y la promiscuidad esencial no ha devenido todavía algo infamante y pecaminoso.


En tiempos históricos, la magia y la fantasía han perdido su prestigio, y el desventurado ser dotado de dos cabezas y cubierto de iridiscente plumaje se ha convertido en un monstruo; las antiguas deidades se han trocado en abominables engendros. Sin embargo, a partir de las investigaciones llevadas a cabo por el surrealismo en el campo de las naturalezas híbridas, no todo parece perdido. Escribe Octavio Paz: “A pesar de todos (los) cambios, la Coatlicue sigue siendo la misma. No ha dejado ser el bloque de piedra de forma vagamente humana y cubierto de atributos aterradores que untaban con sangre y sahumaban con incienso de copal en el Templo Mayor de Tenochtitlan”.[2]
Así, vemos que el monstruo no ha perdido su grandeza, no ha perdido su fuerza. Se encuentra cautivo en el banal espacio del museo, estigmatizado y expuesto a la implacabilidad de las miradas profanas, pero aún así no ha podido ser domesticado, conserva su poder de fascinar, de provocar temor, de causar extrañeza. ¿Qué es lo que lo hace tan aterrador? ¿De dónde proviene su fuerza perturbadora que todavía en la era de las computadoras mantiene intacta su eficacia? Ser y no ser humano, ser un ser humano OTRO.
Leonora Carrington llega a México en 1942, después de haber franqueado la locura, ese “salvajismo del interior”.[1] Es, además, mujer.
Hay dos niveles de exotismo que resultan atractivos para los surrealistas: el geográfico, el de las culturas no occidentales –entre ellas las amerindias– y el del interior, el del inconciente, el sueño y la sin-razón. Leonora Carrington ha transitado por ambos. Es, además, mujer, y como dice Víctor Segalen, cabe “ampliar la noción de exotismo al otro sexo”.[2]
Leonora Carrington se ha declarado “monstruo” en varias ocasiones.[3] La dolorosa “otredad” que la arrojó a las “garras de los psiquiatras”, la ha impulsado más tarde a crear un universo en el que la monstruosidad es la manera natural de ser. Un universo en el que su locura se despliega confortablemente. Y lo ha creado desde la otredad de un país exótico, del “lugar surrealista por excelencia”.[4]
En La invención del mole, la ambigüedad del monstruo se plantea en el enfrentamiento entre dos culturas. El Arzobispo de Canterbury se encuentra de visita en la corte de Moctezuma. El diálogo entre el emperador mexica y el prelado británico, pone de manifiesto la aridez de la religión católica, al tiempo que hace resaltar el resplandor prismático de la magia precolombina. Pero, en este enfrentamiento, ¿quién es el monstruo? ¿El desmañado europeo, envuelto en grasa a fuerza de comer y dormir,[1] predicador de una doctrina vacua y extremadamente abstracta? Los términos en los que es descrito este personaje hacen pensar en un animal maloliente y pesado. En contraposición con los brujos aztecas, no ayuna, ni se flagela y es incapaz de obrar milagros. Representa a una humanidad achatada y opaca, “alimentada con teorías y dichos acerca de la eternidad (que) ha de convertirse a la postre en un mecanismo suicida”.[2] Los aztecas, en cambio, se alimentan de carne humana. El arzobispo, alarmado, descubre que están a punto de nutrirse de la suya: será deglutido en un banquete dado en honor del rey pederasta de Texcoco. Si el inglés, por su naturaleza obtusa y su falta de refinamiento, se asemeja a una bestia obesa cuya vida será ofrendada en sacrificio propiciatorio, los indígenas mexicanos, refinados y corteses, son descritos como “monstruos paganos”,[3] entregados a prácticas demoníacas. Uno y los otros participan, pues, de la esencia inquietante del monstruo. El instinto, destructor, disolvente del orden social, late en la raíz insondable del ser humano, cuya otredad deriva de su desarraigo a la tierra, a la naturaleza. Es y no es un ser natural, es y no es un ente civilizado. De ahí su carácter trágico, que en este caso es redimido por el humor carringtoniano, tan inglés, tan negro, tan mexicano.
Además de su naturaleza equívoca, Coatlicue nos resulta monstruosa a causa de su forma. Hecha de fragmentos de seres reales (animales), construida a la manera de un collage surrealista, evoca los personajes míticos que, desprendidos de los espejos, pululan por las telas de Leonora Carrington, estos “cadáveres exquisitos” que, imaginados en conjunto por una sola persona, desparraman su existencia en los tornasolados parajes pintados por la artista anglo-mexicana. El hibridismo de estas criaturas no oculta, sin embargo, su temperamento animal. La fabulosa zoología carringtoniana se vincula no sólo con la fauna de la imaginería medieval, sino también con la del mundo indígena precortesiano y contemporáneo de México.
En el contexto indígena contemporáneo, su esencia bestial no los despoja de su jerarquía deífica: estos monstruos siguen siendo sagrados. Son unos monstruos viejos, más aún, antiguos. Han sobrevivido al paso de los siglos en el país que André Bretón definió como “mal despertado de su pasado mitológico”.[1]
Desgraciadamente, estos seres ancestrales no conviven ya con emperadores. Los emperadores fueron destruidos en el siglo XVI, y su esencia mítica no simpatiza con los “presidentes de la república”. De hecho, nuestras venerables quimeras han ido perdiendo consistencia, su sustancia se ha diluido con el ruido de los automóviles y con el brillo de las luces neón, o bien, han huido, refugiándose en confines menos populosos. Es ahí, en las montañas, donde Leonora Carrington ha debido adentrarse para plasmar su imagen. Su mirada enternecida de fabulista se ha posado sobre ellos, así como también sobre la mísera cotidianidad humana que presiden. Los descendientes de los mayas majestuosos arrastran la sordidez de su existencia por los gestos desgastados de los actos rituales, repetidos indefinidamente. La desnutrición, el alcoholismo y la marginación los han mermado, y aunque conserven el sentido poético de sus trajes bordados de colores, de sus danzas y cantos de sus sahumerios en el insondable interior de sus templos pseudos-cristianos, la antigua altivez flota sobre sus cuerpos raquíticos y enfermos como el disfraz impropio y deslucido de un carnaval concluido hace ya mucho tiempo. Sus dioses, no obstante, les han sido fieles, benévolos y crueles, no los han abandonado. Penden de los símbolos ancestrales que se confunden con los más recientes en la opalescencia de sus cuerpos inasibles. Quizás Breton haya estado en lo cierto y éste sea un mundo mitad dormido y mitad despierto sobre el que cuelgan las imágenes de sus sueños. Este mundo amodorrado se mueve en círculos –los del ciclo agrícola, los del mito– parsimoniosamente hacia su destrucción. No puede convivir con los aviones y con las máquinas electrónicas. Por lo pronto, su magia se mantiene indemne, y ha sido captada por Leonora Carrington con una precisión que nada tiene que ver con la de la fotografía. De hecho, a los mayas no les gusta que les tomen fotografías: tienen miedo de que les roben el alma, ya que sin alma languidecen, se espantan, se consumen en fiebres transmitidas por las miradas mal intencionadas. Tienen otras almas. Éstas son animales y corren por los montes. Leonora, que desde niña tuvo un alma-potro que se mecía en el cuarto de juegos de su mansión inglesa, y que más tarde, lo mismo que ella, rompió sus amarras para trotar libremente por el mundo… por los mundos, ha podido mirar estas almas errantes y las ha retratado con su pincel mágico: se llaman nahuales, tonas o wayjeles. Se ven paseando por la atmósfera enrarecida del mural: se llama El mundo mágico de los mayas. Este es también un universo OTRO. Un mundo anacrónico, desplazado, un mundo que no debería de existir pero que existe, casi por un acto de prestidigitación. Cuando ya no exista, seguirá existiendo en la pintura hechizada de Leonora Carrington. No lo ha copiado con exactitud fotográfica, pero ha aprehendido su alma inasequible, la inmovilidad de este espíritu que a fuerza de quedarse quieto, se va desintegrando lenta e irremisiblemente.
En este mundo, el tiempo y el espacio son sagrados, y no transcurren en una linealidad histórica o en una extensión geográfica. Se miden de otra manera, y se habitan también diferentemente. En ellos, cada gesto, aun el más humilde, tiene un valor simbólico. La ritualidad invade cada rincón y cada instante del paisaje y de la existencia del pueblo maya. Todo en su mundo se encuentra imbuido de sacralidad y conviven cotidianamente con el prodigio. Tan extraño como puede parecer, este universo no le resulta ajeno a Leonora Carrington, más bien lo encuentra extrañamente familiar. La historia y la geografía dispares de las que proviene no han logrado poner distancia entre este cosmos extemporáneo y el orbe insólito de su fantasía: ambos son curiosamente distintos, semejantemente OTROS. ¿Será que la clave del enigma no se encuentra fuera sino dentro, en la intimidad de los terribles y fascinantes territorios que Leonora Carrington ha recorrido desde su agitada juventud? ¿Será que a pesar del “progreso”, de la cibernética y del materialismo histórico, el sueño de la razón continúa, felizmente, produciendo monstruos?
Julio 1991
Andrade, Lourdes, Para la desorientación general. Trece ensayos sobre México y el surrealismo, Editorial Aldus, México, 1996.  Págs. 63-69
 

[1] André Breton, “Recuerdo de México”, en Antología 1913-1996, Ed. Siglo XXI, México, D.F., pp. 163-164.
  

[1] Leonora Carrington, “La invención del mole”, en Los surrealistas en México, MUNAL/INBA, 1986, México, pp. 45-47.
[2] Ibid., p. 45.
[3] Ibid., p. 47. 

[1] José Pierre, L´aventure surrealista autour d´André Breton, Filipacchi/Artcurial, 1986, París, p. 128.
[2] Víctor Segalen, Ensayo sobre el exotismo, Fondo de Cultura Ecónomica, 1989, p. 16.
[3] En una entrevista reciente con Marina Warner, publicada como introducción a The house of Fear, Virago Press, 1989, Londres, p. 9, en la novela The  Hearing Tumpet, City Light Books, 1085, San Francisco, p. 10.
[4] Rafael Heliodoro Valle, “Dialogo con André Breton” en México en el Arte No. 14, 1986, México, p. 120.
    

* Publicado en Artes de México No. 16, verano 1992.
[1] Tröxler, citado en Remedios Varo, Ediciones Era, 1966, México, p. 60.
[2] Octavio Paz, México en la obra de Octavio Paz, t. 7, Fondo de Cultura Económica, 1989, México, p. 41.
 

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