Jorge Castillo, actor y director, hombre de teatro, cumple cincuenta años como actor. Los festejos incluyen la puesta en escena de la obra Jorguito y el tambor, bajo la dirección de su entrañable compinche y colega Enrique González. La obra se encuentra en representación del 3 de junio al 3 de julio en el teatro La Caja de Xalapa; los viernes la función es a las 20:30; sábado y domingo 19:30.
Nacido en la ciudad de México el 2 de agosto de 1944, Jorge Castillo Rodríguez es sin duda parte de una generación post Segunda Guerra Mundial que, en diversos niveles –el artístico incluido –, se ha establecido ya dentro de los círculos de relevancia, no sólo en nuestro país, sino en todo el mundo; esta generación se identifica por ser el inicio de la transición socio-cultural que, para bien o para mal, las sociedades contemporáneas de occidente, e incluso de oriente, han sufrido a partir del reordenamiento mundial que siguió al término de aquel conflicto internacional.
Artísticamente, los individuos creativos pertenecientes a dicha generación, se han visto marcados por el contraste entre las corrientes y tendencias que las entonces pujantes reformas sociales del mundo introdujeron en los diversos campos de las disciplinas creativas desde todos los rincones del globo, y las muy definidas formas clásicas del arte, que finalmente resultan la base del trabajo artístico-creativo. Jorge, mi padre, es un muy buen ejemplo de lo anterior: Escuchándolo hablar de sus inicios en el teatro, hace ahora cincuenta años, uno se percata de inmediato del sincretismo que su formación artística ha implicado.
Huérfano de padre y madre desde muy chico, y acostumbrado al trabajo de obrero en distintas ramas de la industria, Jorge se acerca al teatro en 1961, de manera completamente social, tomando parte de las puestas en escena llevadas a cabo por una comunidad religiosa del centro de la Ciudad de México. Él mismo cuenta, cada vez que le preguntan acerca de los nervios de entrar a escena, que cuando estuvo ahí, en el escenario, por primera vez, supo que ahí se quedaría. “Los nervios nunca se van –dice –, están ahí cada vez. Pero eso es lo que hace que uno vuelva”. Y para Jorge volver no fue sólo cuestión de pararse una y otra vez bajo los reflectores del escenario. No, para él, volver fue comprometerlo todo, alejarse de lo que había constituido su realidad hasta ese momento y adentrarse en un mundo sin duda contrastante al de su familia. El Arte Teatral.
Cartel de la obra Jorguito y el tambor, actualmente en cartelera en la ciudad de Xalapa. |
Como estudiante, mi papá pasó por las aulas de la escuela de actores Andrés Soler y de la Escuela (ahora Nacional) de Arte Teatral del Instituto Nacional de Bellas Artes, siendo alumno de Carlos Ancira y Alejandro Jodorowsky. Entre sus maestros hay muchos nombres que, debo reconocerlo, no recuerdo, a pesar de que he escuchado la historia innumerables veces. Sin embargo, sé que entre todos destacan tanto Héctor Mendoza, cómo José –Pepe, cómo le dice Jorge– Solé, quien fuera director de la EAT cuando el Movimiento del 68. Ambos son siempre dos de los más importantes ejes de la memoria teatral de Jorge; con ambos podría marcarse un antes y un después. Plagadas ambas etapas de experiencias interpretativas y personales, es justo al mirar desde afuera ese antes y después que uno empieza a hilar, en la medida de lo posible, el entramado tejido aún inconcluso que los cincuenta años de vida creativa de Jorge Castillo implican.
Si bien es cierto que, como su hijo, sólo he tenido acceso a los últimos veintidós años de este proceso, también es cierto que finalmente he sido testigo, ocular y presencial, de lo que la sensibilidad de Jorge Castillo, el hombre de teatro, ha generado desde sus inicios. Indudablemente en su trabajo, cómo en el de todo mundo, quedan reflejadas las raíces que han hecho crecer el enorme tronco de su vida.
He trabajado con él muchas veces, bajo su dirección y dirigiéndolo, y tengo la fortuna de decir que, a pesar de que nos separa una brecha generacional de cuarenta y cinco años, compartimos gran parte de lo que nos apasiona en esta vida; empezando, diría yo, por la pasión misma. Hay posturas y visiones que no nos son comunes, por supuesto, pero finalmente han sido éstas las que me han llevado a apreciar su trabajo y a buscar el mío. Yo siempre he dicho, por ejemplo, que, cómo actor, la manera de dirigir de Jorge puede resultar poco ortodoxa y –para algunos especímenes haraganes de la actuación– incluso demasiado relajada. Sin embargo, a él le funciona; Jorge puede lograr maravillas con su manera de dirigir, su manera muy, pero muy particular de procesar los textos dramáticos y llevarlos a la escena. Tal vez sea un don, o tal vez solamente una parte de sí mismo desarrollada a través de sus años como actor/director, pero indudablemente, y a pesar de los tropiezos que toda carrera artística tiene siempre, el resultado final logra, desde mi quizá poco objetivo punto de vista, retar de alguna manera al público y arrastrarlo al hecho teatral, desde el cual ya le toca a cada espectador decidir si valió o no la pena haber sido testigo de dicho acontecimiento. Es quizá por estas razones (a parte de haberlo acompañado al teatro desde las pocas semanas de nacido) que, para mí, el punto más atractivo del teatro ha sido la dirección; siempre que me preguntan que si seré actor, como mi papá, contesto (y de verdad lo he hecho siempre): ¡No, yo voy a ser director!.
Obviamente, la formación de Jorge ha sido parte importantérrima de su desarrollo artístico. Sin embargo, siempre he pensado que lo mejor que pudo haberle sucedido a mi papá como actor –si bien tal vez no como persona– fue haber nacido y crecido en el pasado en que él lo hizo. Para mí, que no soy ni sociólogo, ni psicólogo, y mucho menos historiador, pero sí actor y director como él, los retos económicos, sociales, culturales y emocionales que implicó el haber crecido en el Tepito y la Lagunilla de los 40’s y 50’s, así como el dolor de haber perdido a sus padres siendo muy joven –si bien la labor de obrero junto a su padre desde los seis años lo privara tal vez un poco de ser aún “muy niño” –y el hecho, por ejemplo, de haberse disfrazado de doctor para poder ver por última vez a mi abuelo moribundo, con el cuerpo quemado en un hospital del D.F., son las bases de la sensibilidad que terminó llevando a este hombre, de ahora casi sesenta y siete años de edad, a dedicar su vida a una rama del arte que se caracteriza por crear un reflejo de la realidad para mostrarnos, a aquellos que nos atrevemos a sentarnos frente a la escena, un poco de todo lo que no logramos vivir, aún en nuestro presente. Y es que, al menos cómo lo he visto creciendo con Jorge, si no hay una realidad honesta que reflejar mediante el teatro, si no nos permitimos vulnerarnos y mostrar lo que somos, aún a través de los personajes que no somos, el hecho teatral simplemente deja de existir; se extingue. Sin esa realidad que reflejar –e incluso tal vez curar –no hay escenario, reflectores, textos, telones, ni siquiera espectadores, que basten para que el teatro exista.Y creo que si algo tiene Jorge Castillo para dar al teatro, más allá de lo efímero de cada una de las escenas en las que ha actuado o que ha dirigido, es justo eso: La enseñanza de que la honestidad del actor para consigo mismo sobre el escenario –y tal vez bajo de él –, es lo más valioso que quién se dedique a esto puede tener; el compromiso, por sobre todas las cosas, es la herramienta última con que cuenta el actor para crecer cómo intérprete creativo. Más importante aún que el reconocimiento, la fama y el dinero. Prueba de ello es el hecho de que, a pesar de haber podido quedarse en la capital del país y ser quizá ahora una figura conocida del cine y la televisión mexicana, decidió emigrar a Xalapa, a la Universidad Veracruzana, a la Compañía Titular de Teatro. Decidió, en última instancia, ser parte de un mundo donde lo que él intentaría comprometer sería más su calidad artística y su crecimiento profesional, que su imagen y su nombre.
Y es así cómo llego al final de esta pátrida semblanza, hablando del tercer pilar que sostiene el trabajo artístico de Jorge Castillo, y que termina de redondear la idea de los contrastes con los que se ha desarrollado la generación de postguerra a la que pertenece mi padre: Jorge, a parte de actuar y dirigir, ha sido maestro; mi maestro como de muchos otros; ha puesto siempre parte de su energía, mente y corazón en la formación actoral, en el desarrollo de sensibilidades y honestidades escénicas. A través de sus ojos, muchos hemos visto la luz de la creación teatral; Jorge no sólo enseña cuando da clases. No, Jorge enseña cuando actúa, cuando dirige, cuando critica, cuándo platica… Si de teatro hablamos, Jorge simplemente enseña, y estoy seguro de que no soy el único que puede decir sentirse orgulloso de saber que el mentor Castillo, Jorge Castillo, cumple este año medio siglo dentro del teatro; orgulloso de saber que al menos la primera parte de su formación (la iniciada por Jorge en algún taller libre, montaje, o clase en la facultad de danza) es sólida, y le permite decidir hacia donde crecer. No, estoy seguro de que no soy el único que puede decir sentirse así. Porque Jorge Castillo no sólo nos dio vida a mí y a mis hermanos, también ha dado vida a personajes entrañables, a montajes memorables y a la chispa interna que más de un corazón ha necesitado para saber que la actuación, el teatro mismo, era el camino a seguir por el resto del tiempo; el mayor contraste al que Jorge ha sabido enfrentarse es el de estar frente a grupos de jóvenes durante periodos, épocas, escuelas y estilos distintos, aprender de ellos y, en más de una ocasión, lograr encender dentro de sus mentes y corazones, la pasión por esto que a él le apasiona desde siempre.
Y contestando a la pregunta que encabeza este texto: Jorge Castillo Rodríguez, mi padre, es quien ha conseguido, durante cincuenta años, compartir de un modo u otro, aquello que él obtuviera a los diecisiete; ese nervio que nunca se va, que siempre está ahí, pero que es lo que te hace regresar al escenario una y otra y otra vez.
Telón.
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